A través del sacramento del Bautismo, todos los cristianos son parte del pueblo de Dios y participan en la misión de la Iglesia. El Concilio Vaticano II destacó de manera particular que todo bautizado y todas las comunidades cristianas participan en la tarea misionera de la Iglesia de ampliar los límites de la fe (Ad Gentes 2,6).
Por tanto, todo discípulo y toda comunidad cristiana son desafiados e invitados a ser misioneros haciendo suyo el mandato que Jesús confió a los Apóstoles, de ser sus "testigos en Jerusalén, en Judea y Samaria y hasta los confines de la tierra" (Hch 1,8). Así, el Papa Francisco insistió en que por cada miembro bautizado de la Iglesia "ya no decimos que somos 'discípulos' y 'misioneros', sino que siempre somos 'discípulos-misioneros'" (Evangelii Gaudium, 120).
Como consagrados, nuestra profesión religiosa salesiana es una profundización única y fecunda de nuestra consagración bautismal en vista de nuestra misión particular en la Iglesia. Como Salesianos, somos, en todas partes, verdaderos misioneros de los jóvenes y la juventud es nuestra tierra de misión. Vivimos nuestro ser discípulos misioneros viviendo el espíritu misionero de Don Bosco. Este espíritu misionero, resumido en el 'Da mihi animas', es el corazón de la caridad pastoral que se manifiesta en el 'corazón oratoriano', en el fervor, en el entusiasmo y en la capacidad de diálogo intercultural e interreligioso. Es la pasión por la evangelización, especialmente de los jóvenes, y la voluntad de ser enviado donde sea necesario, expresado en el 'voy yo', considerado por el P. Alberto Caviglia como el 'lema salesiano'. En conclusión, el espíritu misionero es propio de todo salesiano, porque está arraigado en el mismo carisma salesiano. Es este espíritu misionero el que nos hace vivir la vida consagrada salesiana "en un estado permanente de misión".